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Figue Diel

Mirar de otra manera

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Instructor de yoga, surfista y escalador, no puede ver ni el mat, ni el mar, ni las montañas… Quedó ciego hace ya 30 años. Esta es la increíble historia de Figue, un gran brasileño cuyo nombre es un tributo a un chileno, también grande: Elías Figueroa.
Por: Mariella Rossi W.

Figue es ciego. Perdió la vista cuando tenía 16 años. Paradójicamente asegura que ve mejor que muchos que caminan por la playa, por la montaña y por el bosque, pero que están tan ausentes que no son capaces de apreciar el mar, las olas, el cielo azul, la arena o los colores de la puesta de sol. Él está seguro de que ve con los ojos del corazón y por lo tanto hay profundidad y goce en su mirada. “Conozco a mucha gente que anda por el mundo y que teniendo ojos se pierden el maravilloso espectáculo de la vida. Yo no quería perdérmelo y por eso aprendí a mirar de otra manera”, asegura.

Convencido de que las limitaciones no están afuera, sino dentro de nosotros mismos, Figue se sumerge en las olas y las surfea como lo hacía antes de perder la vista. “Cuando el mar está muy grande siento un poco de temor, pero me gustan los desafíos, la adrenalina me despierta. La limitación está adentro, no afuera”, afirma convencido. De hecho fue dos veces vicecampeón mundial y una tercera obtuvo medalla de Bronce en el Stance Isa World Adaptive Surfing Championship para deportistas con limitaciones. Figue también hace escalada: “Voy con un amigo que va asegurando las cuerdas, yo sigo la huella y luego voy limpiando las protecciones y dejando el camino libre. Es una gran experiencia”.

“Por qué a mí”

Pero la vida de Figue no siempre fue así. Nació en Santa Rosa, Río Grande del Sur, en una mañana del año 1973 y desde ese mismo instante su historia se fue tejiendo en torno al deporte. Eran los años 70 cuando Elías Figueroa, nuestro gran Elías, debutaba en Porto Alegre, siendo el ídolo del momento. Joao Diel, su padre, decidió entonces llamarle Ricardo Elías, en honor al futbolista chileno. Todos bromeaban y preguntaban por el niño diciendo: ¿Cómo está Figueroa? ¿Qué cuenta tu futbolista? ¿Cómo se porta Figueroa? De tanto escuchar esto, su hermano Claudio empezó a llamarle Figue y así quedó para siempre.

Ese apodo quizá selló, en alguna parte de él, ese amor por el deporte. Si bien no eligió el fútbol, desde niño se interesó por distintas disciplinas y fue el surf una de sus favoritas. Su talento

era indiscutible y su futuro promisorio: los entendidos lo calificaban como una gran promesa. Pero, una tarde después de su práctica habitual, salió con un amigo. El Volkswagen escarabajo en que viajaban perdió el control y Figue salió disparado por la ventana. Sus ojos se llenaron de vidrios y nunca más volvió a ver.

La oscuridad no sólo ocupó todos los espacios de su cuerpo, sino también de su alma. Se preguntaba sin cesar por qué él permanecía postrado en una cama, mientras sus amigos continuaban con sus actividades normales, yendo a la playa, surfeando, viviendo como siempre...

 

La vitalidad de Figue se fue apagando y  se consumió en un dolor profundo, sin sospechar que aquello que lo marcó desde su bautizo también sería lo que lo haría renacer. Fue el deporte lo que en definitiva lo despertó de su pesadilla. “El mar era mi vida y ya no podía disfrutarlo, tampoco la montaña. Después de un tiempo algunos amigos me invitaron a escalar y pensé que era una forma de reconectarme con ellos. Comenzamos a subir cerros  y me di cuenta de que la mente es nuestro peor obstáculo, mucho más allá de los obstáculos que nos pone la propia montaña. Luego alguien mencionó el yoga y pensé que podía ayudarme con esa mente que me obstaculizaba. Después de cuatro años de práctica, comencé a interesarme en la meditación”.

Hoy su vida parece envidiable. Vive al frente de Praia Brava en Itajaí, una ciudad vecina a Camboriú, en el estado de Santa Catarina. Todas las mañanas se levanta, medita y luego practica Hatha Yoga. De ahí, junto a su perra Winter, una labradora especialmente entrenada, se va al mar a gozar de las olas con su tabla. La jornada de la tarde la tiene reservada para su escuela de yoga, que se conecta a su casa a través de una pequeña puerta. En ella hace clases también para no videntes. Ha viajado a varias partes del mundo contando su experiencia. Pero la vida que hoy lleva Figue no es un regalo, sino una conquista. La ha logrado de la mano de la disciplina, el tesón y sobre todo de su irrenunciable y contagioso amor por la vida.

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“Mi misión es despertar en las personas el amor por la vida y todo lo que nos regala; motivarlos para que se abran a la belleza, a disfrutar de lo que la naturaleza les ofrece, sin quejarse tanto por pequeñas cosas”.

El regalo de la vida

¿Qué te hizo volver a la vida?

No quería perder la oportunidad, presentía que tenía la obligación de seguir adelante por todos los que me amaban. Entonces decidí vivir la vida como me tocara, por muy dura que fuera, porque igual era un gran regalo. Esto me pasó por algo y tenía que descubrir ese motivo. Volví a la vida por la fe.

 

¿Cuál es tu fe? ¿En qué crees?

Creo en Dios, en la belleza de la vida, en la perfección de la naturaleza, y  Chile en eso es un país muy privilegiado. Puedo percibir esa belleza, me siento en paz en medio de ella y reconozco a Dios como su creador. Tengo mi propia forma, mi propia religiosidad, sin nombres ni adjetivos. Creo en Cristo y en su mensaje, en todo lo que él nos muestra. Creo en el amor de María como madre protectora. Todas las religiones tienen una misma verdad de fondo: el amor, por lo tanto no es relevante la religión que profeses.

¿Cómo se manifiesta esta fe en el día a día?

La práctica religiosa no está separada de la vida. Ahora, en este momento que estamos conversando, yo estoy haciendo una práctica religiosa. También la hago cuando estoy con Johana, mi hija de 14 años, o con mi mujer que en estos días está a punto de dar a luz a una niña, María Laura, o cuando estoy con mis amigos… Tenemos que poner esa intención para todos los momentos de la vida, no sólo cuando estamos en un templo.

Esta práctica me conecta con la paz, con el respeto por las diferencias. Creo que es muy falso un bello discurso de religiosidad y luego estar enrabiado o dividido por una diferencia física, social o cultural. Para eso es necesario entender el concepto de igualdad: al final todos somos uno. Parecemos diferentes, pero en la esencia somos lo mismo.

¿Qué les dices a las personas que pierden la fe en la vida?

Yo hago un trabajo voluntario con no videntes y les doy clases de yoga. Ha sido una experiencia increíble, porque la limitación física que nosotros tenemos es de verdad grave, pero pienso que lo que nos daña es otra limitación: aquella que nos impide relacionarnos y nos hace no amar la vida, no sentirnos capaces. Hay muchas virtudes, capacidades y habilidades que tenemos que sacar de nuestro interior, pero para eso tenemos que borrar la sensación de sentirnos limitados. Nuestra naturaleza de ser es pura felicidad.

Mirar con el corazón

¿Qué significó tu encuentro con el yoga?

Empecé en el yoga como un deporte, pero no importa la puerta de entrada que tengas, sino lo que viene después, la transformación a la que te sometes. El yoga nos transforma en una mejor persona. Puedes ser un católico mejor, un musulmán mejor, un budista mejor. Yo creo en Cristo y eso está en mi corazón, pero respeto a aquellos que tienen afinidad con Ganesha o Shiva. Todos tenemos una misma verdad, pero es fundamental aceptar las diferencias. Practico yoga todos los días, porque es necesario construir una disciplina. A través de ella podemos transformar nuestros condicionamientos; sin esta disciplina no tenemos cómo tranquilizar la mente. La primera tarea es estabilizar el cuerpo.

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Y cuando estás cansado, aburrido, sin ganas, ¿qué haces?

A veces me aburro, es cierto. A veces no tengo tantas ganas, pero la mente es la que no tiene ganas, porque el cuerpo siempre se beneficia, entonces  la idea es cambiar ese pensamiento. Sin duda, es importante observarse y percibir cómo está uno antes de empezar la práctica. Aquellas veces que estoy más flojo, hago una rutina simple y suave.

No debemos olvidar que la mente puede ser el peor enemigo; de verdad no hay nada peor. Por eso tenemos que tener una mente amiga. Si yo creo que esta práctica me trae una vida mejor, con más energía, con más unión, entonces tengo que ser fiel a ella, a pesar de que mi mente me diga lo contrario.

¿Cómo aprendiste a mirar de otra manera?

Yo no puedo ver, pero puedo sentir, respirar, mirar con la conciencia. Muchas personas tienen los ojos abiertos y no ven; mirar con el corazón y con la conciencia es mucho más importante que hacerlo con los ojos. Mi accidente me trajo la posibilidad de ver de otra forma, no necesitaba haber pasado por todo esto, pero tengo que reconocer que ese fue el regalo que me dio.

¿Sientes miedo a veces?

Sí, siento miedo cuando me desconecto de la fuente. Siento miedo cuando mi mente está demasiado conectada a los problemas de la vida, al quehacer cotidiano, cuando los pensamientos me toman, cuando los obstáculos y dificultades se apoderan de mi mente.

“Todo es impermanente: si hay un problema hoy, quizá este problema no estaba ayer y tal vez tampoco estará mañana…”.

¿Cómo haces para no desconectarte, cuando la mente te toma?

Yo entré al yoga como un deporte, pero fue una excusa para descubrir un mundo más allá. Demoré mucho tiempo en empezar a meditar. Si tenemos el cuerpo como una barrera, la meditación se torna algo irritante, tedioso, terrible. Necesitamos prepararnos, tener un cuerpo estable, firme y armónico que no nos duela. Entonces, cuando eso sucede, me puedo concentrar, sentar por mucho rato a meditar o a orar. Todas las herramientas del yoga me ayudan a conectarme, a no perderme, a apaciguar mi mente.

 

Has descubierto finalmente un sentido a todo lo que te ha tocado vivir…

Yo no vivo resignado y no pierdo la esperanza de recobrar la vista; quién sabe si algún día los avances médicos me la pueden devolver. Siento que perdí autonomía, independencia para moverme, poder mirar la belleza de la vida, de las personas, de mi hija, de mi enamorada, de mi familia, de la naturaleza. Sin embargo, gané amor por la vida y por todo lo que nos regala. Las personas tienen curiosidad de saber cómo puedo tener ganas de vivir sin mirar y mi misión es despertar en ellas el amor por la vida y todo lo que nos regala; motivarlos para que se abran a la belleza, a disfrutar de lo que la naturaleza les ofrece, sin quejarse tanto por pequeñas cosas. Todo es impermanente: si hay un problema hoy, quizá este problema no estaba ayer y tal vez tampoco estará mañana…

“No pierdo la esperanza de recobrar la vista; quién sabe si algún día los avances médicos me la pueden devolver. Perdí muchas cosas, pero gané amor por la vida y por todo lo que nos regala”.

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